Alguien tiene que morir o la urgencia del poder por matar las libertades

02.12.2020

Un destacado elenco de artistas recrea el drama familiar por conservar, al costo que sea, los valores de una sociedad franquista en la España de los años cincuenta. La nueva realización de Manolo Caro se encuentra disponible en Netflix desde el pasado 16 de octubre.Por Víctor Balbuena

El sopor y la procrastinación son, a veces, las circunstancias propicias en las que las olvidadas listas de pendientes -de contenido ocioso, por supuesto- resucitan del descuido. Mientras que los quehaceres se acumulan irremediablemente, mi curiosidad se vuelca mejor a los títulos de películas o series que también fueron encimándose de a poco para, quién sabe cuándo, salvarme en alguna tarde de mucho tedio y de no saber qué hacer.

Muy larga, muy densa, muy triste, muy predecible... Una por una, va descartándose cada propuesta, hasta casi quedar anulada la lista entera. Sin embargo, el nombre de Manolo Caro destaca entre los últimos, porque en su momento y por alguna razón, había postergado indefinidamente ver su última realización: Alguien tiene que morir (2020).

-Hay que escuchar qué quiere contarnos Manolo-, me digo. Le precede esa virtud suya de retratar historias con solvencia, dinamismo y probado talento: No sé si cortarme las venas o dejármelas largas (2013), Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando (2014) o La casa de las flores (2018 - 2020), por ejemplo, se me agolpan en la memoria y son la razón por la que, finalmente, la tarde se la dedico a él.

Esta vez, su característico sello cómico (y cínico, por qué no) es solo un muy buen recuerdo y, en vez de este, una tonalidad más bien fatídica se ciñe sobre la trama que estoy a punto de conocer: Manolo Caro es también capaz de teñir de intriga su mensaje y salir de esta hazaña completamente airoso. Esta miniserie es un compacto de tres capítulos, muy posibles de verlos en una sentada, uno tras otro, puesto que revisten de un ritmo ágil y generan en el espectador la necesidad (imperativa, como su mismo nombre) de saber cuanto antes su desenlace. Esta tarde, por lo menos, el factor del tiempo no supone un impedimento para tal fin. O eso quiero forzarme a creer.

Tras una larga ausencia, Gabino Falcón (Alejandro Speitzer) regresa al hogar paterno. Este evento supone, antes que el previsible festejo, una agriada alegría por quien lo acompaña: un apuesto bailarín clásico, cuya amistad despierta grotescas sospechas, tanto en la propia familia como en los vecinos. En efecto, la naturaleza desenfadada y espontánea de Lázaro (Isaac Hernández) choca en un medio ambiente de rigurosas convenciones y no tarda en molestar a quienes les resulta extraño un espíritu libre, de artista.

En el afán por afianzar su apellido en el estatus social que ostenta, Gregorio Falcón (Ernesto Alterio) programa el futuro de su único hijo varón, Gabino, arreglando su matrimonio con Cayetana Aldama (Ester Expósito); todo esto, alineado a los férreos valores del franquismo (catolicismo, nacionalismo, anticomunismo...) en sus años de apogeo, cuya exaltación y obediencia aseguraba la tranquilidad de las élites.

En sí mismo, Gabino es una descarada oposición al statu quo familiar: cuando los sistemas que oprimen -a escalas sociales o individuales- no dejan más opciones que las de la obligación de observarlos, aún existe la posibilidad (o la urgencia) de la subversión, porque la libertad (de las mentes y de los cuerpos) es una cuestión que no se negocia.

El tiro de blanco a brazo o tiro al pichón es el ¿deporte? que funge de hilo conductor en la historia. De hecho, el nombre de cada episodio (Soltar la presa, Tomar puntería, Apretar el gatillo) evoca las fases de esta práctica que congrega en un selecto club madrileño a ciertas familias para su esparcimiento, entre las que se cuenta a los Falcón y a los Aldama, fervientes entusiastas de este pasatiempo y, por mucho tiempo, abocados a él.

¿No es esta, al fin y al cabo, la dinámica de los totalitarismos? La reunión celebrada a partir de la expiación de quienes procuran desesperadamente el vuelo de libertad. La alegoría irá cobrando cuerpo al mismo tiempo que la historia. Inclusive el título, Alguien tiene que morir, sugiere esa exigencia que tienen las clases dominantes por suprimir aquello que contravenga sus políticas. Evidencias de ello pueden advertirse desde un primer momento, por mencionar, la discordia entre Mina (Cecilia Suárez) y Amparo (Carmen Maura), esposa y madre de Gregorio, respectivamente. Mediante una disfrazada cortesía, Amparo, en quien se encarna la axiología de la época, encuentra maneras infames de anular a Mina, cuyo rol de esposa además de su nacionalidad y de su género, la confinan junto con su hijo también al sometimiento.

Cuando la deshumanización es la constante en las aspiraciones personales y sociales que se aprecian en el ambiente, el personaje de Mina devuelve un ápice de esperanza con sus intentos de ayudar a Rosario (Mariola Fuentes). Llevar el mote de rojo en la España de entonces reducía a las personas a ser despojos, sin nombre ni familia ni historia ni arraigo. La presencia de Mina, aún con sus limitaciones, resulta esencial: el aprovechamiento del poder (o al menos, pretender hacerlo) en favor de los desposeídos debilita las estructuras que se dicen dueñas de los destinos de las personas.

Aunque parezcan ya distantes los feroces años cincuenta, cuando una de las dictaduras más atroces de la historia se enquistaba y consumía a España, las fuerzas que intervienen en la narrativa de Gabino, de Mina y de Lázaro, se destacan por su actualidad. La puja entre la mano dura que censura y el retobado grito que denuncia sigue siendo el motor que mueve al mundo.

Alguien tiene que morir es un drama de época -y de todas las épocas- que, además de atrapar de manera infalible al público en sus redes simbólicas y narrativas (como acostumbra hacerlo Manolo Caro), expone que por mucha fuerza o vigencia que puedan hacer creer que disponen los discursos de odio, los pichones encontrarán el modo de burlar los disparos, siempre.